Rómulo Macciò

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¿Hay que ponerle palabras a la pintura? Definitivamente, no. En el espíritu de Rómulo Macciò (Buenos Aires, 1931-2016) la pintura es un oficio mudo. La obra habla por sí misma. No requiere explicación, no se dice, se muestra, concluía.

 

Pero sí se pueden poner palabras a su trayectoria artística, que tuvo una consagración activa y comprometida. Constituyó nuevas articulaciones en un sensible y profundo diálogo con la pintura de su tiempo y del pasado. Podría decirse que es uno de los nombres claves del arte hispanoamericano.

 

Pintor autodidacta, desde los 14 años trabajó en publicidad y diseño gráfico. En 1956, a los 25 años, realizó su primera exposición individual, en la galería Galatea. Un año más tarde integró el grupo de los Siete Pintores Abstractos junto a Osvaldo Borda, Ví¬ctor Chab, Josefina Robirosa, Martha Peluffo, Kazuya Sakai y Clorindo Testa. Se proponían una abstracción espontánea y “cálida” en oposición a la abstracción geométrica, considerada “fría”. Luego, en 1958, formó parte del Grupo Boa, integrado por Clorindo Testa y Rogelio Polesello, que defendía los postulados bretonianos, el “automatismo gestual”.

 

Pero el germen de su éxito definitivo sobrevino cuando, en 1961, se unió a Luis Felipe Noé, Jorge de la Vega y Ernesto Deira para organizar la muestra “Otra figuración”, con quienes, hasta 1965, realizó varias exposiciones. El propósito de estos artistas no era la creación de una tendencia sino que, como bien lo explicó Macciò, “se trataba de una revuelta de juventud contra la pintura rosa bombón. Nosotros estábamos decididamente en contra de todo esteticismo”. Fueron un fenómeno de renovación que quebró la antítesis pintura abstracta/pintura figurativa, revalorizando el caos y la figura humana, con el gesto de los contemporáneos informalistas.

 

Macciò se distinguió del grupo por la utilización de un lenguaje más gráfico. Gracias a su experiencia laboral en el diseño, su obra adquirió una claridad y capacidad de síntesis que conllevan un sentido impactante de la imagen, así como el trabajo con espacios enrarecidos, que se interrumpen y anulan. Al trazo visceral, la mancha y la arbitrariedad en el color se sumó la incorporación de la figura humana, pero alejada de los cánones tradicionales. Es una silueta rota, fragmentada, tratada con una gestualidad feroz que recorre las obras como un aullido. Pero lejos de encerrarse en una fórmula, Macciò ha sido un artista que ha sabido renovarse, una voz singular que siempre trabajó con libertad.

 

La de 1960 fue una década clave que ratificó su consagración y selló su presencia global. Participó en exposiciones internacionales, entre las cuales se incluyen las Bienales de París (1961 y 1963), la de São Paulo (1963 y 1985) y la de Venecia (1968 y 1988). Recibió numerosas distinciones como el Premio De Ridder, el Premio Internacional Torcuato Di Tella, el Gran Premio de Honor del LVII Salón Nacional de Bellas Artes Plásticas y la Beca Guggenheim. Sus trabajos integran el patrimonio de prestigiosas instituciones como el Museo Guggenheim de Nueva York, el Museo de Arte Moderno de París y el Reina Sofía de Madrid, entre otros.

 

Trascendió las fronteras locales y se instaló en París, Londres, Nueva York, Madrid y Buenos Aires, ciudades que formaron parte de su obra. Sin embargo, siempre volvió a su país, al barrio de la Boca, donde instaló su taller porque, como afirmó en varias oportunidades, había sido atrapado por las raíces de la inmigración italiana y por “el clima de pueblo”. Allí, fue uno de los artistas que participó en la creación de los murales de la cancha de fútbol de Boca Juniors, y, siguiendo la tradición de Quinquela Martín, pintó el río, las barcazas y los cascos abandonados, con un enfoque único.

 

En una entrevista de 1975 publicada en el diario La Opinión, Macciò contó la siguiente anécdota: “Un día, caminando por las calles de París, encontré la puerta abierta de un atelier. En uno de sus caballetes vi una tela en blanco. No había nadie y no pude resistirme. Entré y pinté un cuadro. Después me fui dejando el cuadro en su lugar”. Este relato permite poner en valor algunas de sus características más notables. La atracción irresistible que le provocaba la pintura pura y por sí misma. La audacia, el gusto por el riesgo y la capacidad de atreverse a lo impensado. Así, Rómulo Macciò eligió la vitalidad de la acción pictórica, abrió puertas propias y ajenas, iluminó universos radicales de sentimiento humano. Lo admirable es que no se detenía demasiado en ese espacio que el prestigio del arte le otorgaba. Siempre estaba pensando en su obra ideal. Más sintética, más directa, más precisa. Aquella que, aún, no había comenzado.